La literatura Griega y la
cultura occidental se inician con dos poemas épicos, la Ilíada y la Odisea. Ambos
poemas son atribuidos a Homero, un aedo ambulante que componía y cantaban las
historias de los grandes héroes del pasado, recogiendo una tradición oral.
Posiblemente vivió hacia mitad del siglo VII o el VII a. C. Es una época en la
surgen las Polis en todo el mediterráneo frente a las monarquías, gobernadas
por hombres ricos que basaban sus ingresos en la posesión de la tierra y el
gran comercio marítimo. En los poemas de la Ilíada
se refleja el espíritu aristocrático del comienzo de las Polis, así en la Odisea, refleja ese espíritu marinero
propio de las colonizaciones griegas por todo el mediterráneo.
Un aedo, era un cantor
(aoidos) que cantaba sus poemas acompañado de un pequeño instrumento de
cuerdas, la forminge (la cítara). Se ha
fantaseado mucho sobre su figura, poeta ciego, se pensaba que la memoria era
mayor cuando se carecía de vista. Incluso siete ciudades de la Grecia asiática
se disputaban su cuna.
La Iliada, nos relata el asedio de Troya, aunque su acción cae dentro
del último año de los diez que duró el asedio. Aunque el punto central es la
cólera de Aquiles, este personaje es hijo de una diosa, dotado de todas las
facultades humanas, bravo, hermoso, elocuente, pero condenado a muerte temprana,
es el héroe del poema.
La Odisea está compuesta de tres elementos temáticos principales: la
historia mítica del regreso de Ulises a Ítaca después de la guerra de Troya; el
viaje de Telémaco, su hijo, en busca de su padre; y un conjunto de historias de
navegación que remontan a los cuentos populares típicos de los pueblos
marineros. La Odisea ha sido una constante en la literatura Occidental, tal
vez, la obra más conocida sea la de Ulises de Joyce. Aunque, Tres importantes escritores españoles del siglo XX han
retomado el tema de Ulises a la
hora de componer sendos dramas. Se trata, ordenados por la cronología de las obras, de Gonzalo Torrente
Ballester en El retorno
de Ulises (1946), Antonio Buero Vallejo en
La tejedora de sueños (1952)
y Antonio Gala en ¿Por qué corres Ulises? (1975).
Ambos poemas épicos se
dirigen a una divinidad, la Musa, ella que todo lo sabe ya que era hija de la
diosa Memoria y depositaria de la poesía. En la Ilíada el único aedo es
Aquiles, pero en la Odisea se multiplican los cantores. Ulises mismo, es un
aedo que canta sus viajes y también hay uno entre los feacios, el pueblo
navegante que transporta a Ulises hasta Ítaca. La Odisea es un canto a los
aedos, pero de ¿dóndes saca Ulises su historia? Se la cuentan las sirenas, mitad
mujeres, mitad pájaros. Es la historia de Troya. Mientras tapona a sus compañeros
los oídos, él atado a un mástil escucha el peligro de la poesía:
Porque sabemos todas las
fatigas
que griegos y troyanos
resistieron
en Troya por decreto de los
dioses
y cuanto ocurre en la
espaciosa tierra.
Para los griegos, Homero
era el poeta por excelencia, con él aprendían a leer. Abrían el texto en rollos
(volumina) escritos en papiro o pergamino, donde hacían anotaciones y
comentarios a las poesías. Se aprendían párrafos de memoria y sobre estas
historias se estructuraba la ética y el modo de comprender el mundo de esta
sociedad. No sólo eran poemas en los que hablaban del honor o del amor, sino
también eran una autentica enciclopedia de conocimientos útiles, además de un
tratado de ética. Ya que estos héroes emprenden una búsqueda tras la areté,
tras la virtud.
La areté es la perfección o
excelencia, el sentido heroico de la vida, donde la fuerza en el combate no
está separado de la espiritualidad, de la virtud, del deber, elementos que
tenían que configurar al hombre perfecto. La areté sería lo específico del
hombre en su realización, así Socrates y Platón lo relacionaron con el alma humana.
Ésta tenía que alcanzar el bien y la belleza como orden, a través de la
reflexión y el conocimiento.
El concepto areté pasó al
mundo Bíblico a través del helenismo, este irá adquiriendo un sentido más religioso
y se aproximará al término “justicia”. Tanto la fidelidad de Dios, como la
valentía y la prudencia del hombre. Esa virtud es la que debe mantener el
hombre justo en la vida y ante la muerte. Es la energía moral generada en los
creyentes por la fe. “Por lo demás,
hermanos, atended cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de
amable, de laudable, de –virtuoso- y digno de alabanza” (Fip. 4, 8)
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