Señor, dales el descanso y que
brille sobre ellos la luz eterna
Todo hombre
pasa por la experiencia de la muerte, sobre todo la experiencia de los seres
queridos, en la que el individuo anticipa su propia muerte. Las personas no se
mueren, se nos mueren.
SalamancaRTV al Día
SalamancaRTV al Día
Cementerio
de Fraga (El heraldo.es)
Estos
primeros días de noviembre, nos invitan a una mirada al más allá, a lo último,
a lo penúltimo como gustaba Karl Rahner. El día de los difuntos conmemoramos en
comunidad a nuestros muertos, la iglesia los encomienda a la misericordia de
Dios, con la esperanza de la resurrección. En las fiestas de todos los Santos y
la de los difuntos al día siguiente, se deben entender desde la trilogía del
amor, la muerte y la vida. Hablar desde nuestro presente de estas novissimis,
que proyectan al futuro, pero no olvidan el presente y el pasado lleno de
sentido, también nos invita a vivir con esperanza, de manera individual y
colectiva. Ya no vivimos en un suspenso existencial, sino en un futuro preñado
de sentido y de vida.
Rezar por
los difuntos cristianos, familiares y amigos viene de lejos, ya lo hacían los
judíos en el Antiguo Testamento. Los primeros cristianos veneraban a sus
difuntos, posiblemente no de forma muy diferente a los judíos, de forma
piadosa, ya que los cuerpos pertenecen a Dios y un día han de resucitar. Tan
pronto como un cristiano había exhalado el último aliento, sus parientes más
cercanos, le cerraban los ojos y la boca con sus propias manos y después se
lavaba el cuerpo. Así consta en los sacramentarios hasta el siglo X.
Posteriormente se embalsamaba el cuerpo y se cubría con aromas y perfumes.
Tertuliano en su Apologética, afirma que el incienso con que los paganos
veneraban a sus dioses, se lo gastaban los cristianos en la sepultura de
sus hermanos. Se envolvía el cadáver en una sábana o faja de lino, y se cubría por encima
de ricas ropas y vestidos, sobre todo los mártires. Más tarde aparecerá la costumbre
de enterrar a Obispos y sacerdotes con sus ornamentos sagrados. Por último, el
cuerpo se colocaba en un ataúd rodeado de luces. Las plañideras romanas,
se sustituyeron por el rezo de cantos y salmos, se rociaba el ataúd con agua
bendita, recordando su bautismo y se pronunciaban unas palabras de elogio
del difunto.
Si la piedad
con los familiares y amigos difuntos, se remonta a los propios orígenes
cristianos, dedicarle un día después de los Santos es reciente. Esta
fiesta seguida se debe a san Odilón, abab de Cluny, que la estableció en
el año 998. La costumbre de que cada sacerdote celebrara tres misas, lo
introducen los dominicos en Valencia en el siglo XV y desde el siglo XVIII se
aceptó en la liturgia romana. No se fijan unas lecturas concretas en el misal,
se ponen al servicio de la comunidad todas las que están en el apartado de exequias
en el leccionario.
Peter
Brueghel, El triunfo de la muerte (1562).
Orar la
muerte, pensar la muerte, vivir la muerte no ha sido nunca una novedad, se ha integrado
tradicionalmente en la cotidianidad de la vida. Era la culminación de la
existencia y en otras épocas, la línea entre la vida y la muerte era fina y delgada:
Epidemia, guerras, crisis de subsistencia. Sin perder las ganas de vivir, el
individuo se preparaba para el buen morir, despreciando todo tipo de
banalidades. Así nos lo recordaba el Salmo: “Hazme saber, Yahveh, mi fin, y
cuál es la medida de mis días, para que sepa yo cuán frágil soy” (Salmo 39, 5).
El “tiempo de la muerte” acompañaba al individuo desde la cuna a la tumba,
así lo reflejaba Quevedo en su poema: “En el hoy y mañana y ayer
junto/ a pañales y mortaja, y ha quedado/ presentes sucesiones de difunto”.
Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo (1513) |
La muerte
respetuosa y cortés, impregnada de serenidad cristiana, queda reflejada en el
palentino Jorge Manrique, eran una danza de la vida que se contraponía a las
“danzas de la muerte”: No gastemos tiempo ya/ en esta vida mezquina/ por tal
modo,/ que mi voluntad está/ conforme con la divina/ para todo;/ y consiento en
mi morir/ con voluntad placentera,/ clara y pura,/ que querer hombre vivir/
cuando Dios quiere que muera/ es locura. Se contrapone con el aire burlón y
macabro que nos lo presentaban las danzas de la muerte, una forma
burlona y popular que servía de desahogo ante la muerte que todo lo iguala. En
estas danzas macabras, la muerte, hace su entrada entre elegantes reverencias y
a menudo pertrechada de variados y bellos instrumentos musicales. El pintor
Durero la representa con corona, pero en general aparece como un mísero esqueleto
montando un caballo de pura raza. Quiera atraer y seducir a todos, al campesino
y al noble, a la doncella o la monja, al tejedor o al papa.
Todo hombre
pasa por la experiencia de la muerte, sobre todo en la experiencia de los seres
queridos, en la que el individuo anticipa su propia muerte. Las personas no se
mueren, se nos mueren. La muerte, no tiene aspectos positivos, aunque
Heidegger afirmara que en el anticipar la propia muerte, anticipamos nuestra
totalidad, no hay nada de glorioso en ello. La pregunta por su totalidad,
por ese “plus” que no es, que no ha llegado, nos abre a la temporalidad de la
existencia, pero desplaza al individuo de su ser en el mundo. La muerte es
inevitable, cuando empiezas a vivir, ya estamos lo suficientemente mayores para
morir. Así la muerte no es sólo un fenómeno biológico, también ontológico, un
modo de ser y poder ser. El hombre no sólo está atormentado por el dolor y la
extinción, sino por el miedo a no ser.
El miedo a
la muerte, es lo que más curva y doblega al individuo, lo mete en sí mismo y
sólo tiene su propia referencia. Los místicos nos enseñan que la referencia a
Dios es lo que nos hace olvidarnos y liberarnos de nosotros mismos. El que
tiene sólo su propia referencia, hace tiempo que se ha olvidado de Dios. Nuestro
exterior es nuestro referente, un buen concierto de música, una buena caminata
con amigos, el amor de la esposa o los hijos, y, como no la referencia a Dios
que libera y hace libre.
Cuidados paliativos (El mundo.es) |
Hoy aparecen
nuevos miedos que el progreso de la medicina y la técnica han hecho crecer. En
nuestras sociedades tecnificadas, nuestros seres queridos mueren a una edad muy
avanzada, apenas en casa. La necesidad de tratamiento prolongado, las unidades
de reanimación, etc., hace que el hospital sea el nuevo escenario del último
adiós. Hemos aprendido a prolongar la vida, a descubrir las leyes de los
acontecimientos, a desterrar muchas enfermedades y ser hacedores de nuestra
vida y nuestro destino. Pero se atrofia la capacidad de sufrimiento, para ser
más exactos, la capacidad pática del hombre, a reconocer los límites, aceptar
la vida y ver que ésta tiene sentido en el dolor y la fragmentación. Todo se
agota en la actividad, en el trabajo y en la producción, no hay tiempo para el
sentido de la existencia. Con lo que no se vive todo su sentido
dramático, el personal del hospital, la funeraria, se hacen cargo del difunto,
con lo que es una muerte debilitada. Es una muerte que se disuelve en el
devenir de la vida, en el grupo, en el silencio y en el fondo se
superficializa. Se banaliza la muerte como si fuera una huida, un detener el
tiempo. El familiar se comporta como si nada hubiera pasado, nada de
condolencias, nada de hablar de ello. Se vive el duelo en la más absoluta
soledad y dureza de corazón. Esto, claramente, no constituye una liberación.
Todo nos
oculta la muerte, los poderes, la sociedad que exalta salud, juventud y la
belleza, la enfermedad que se esconde, lo cementerios que se sacan de las ciudades.
Todo empieza por perder los recuerdos y olvidar. Cuando pregunté a mis
abuelos por sus padres, recordaban claramente el día y la hora que murieron,
compartieron unos dulces con los que les acompañaron en el pesar y fueron a
comer juntos amigos y familiares. Es muy importarte recordar la muerte, no para
abatirnos sino para embellecer la vida y vivir cada momento con mayor
conciencia y lucidez. En la mística de la muerte, Dorothee Solle nos
recuerda esta historia:
En la noche
en que Somoza fue derrocado y tuvo que abandonar el país en Costa Rica el país
vecino se celebró una fiesta, y sus calles y parques se llenaron de júbilo.
Sólo en el hospital debían permanecer médicos y enfermeras porque habían muerto
cuatro personas, miraban desde la ventana al parque hasta que uno de ellos
llamó a sus amigos y les pidió que le ayudaran a bajar a los muertos al parque
para sumarlos a la fiesta. De esta forma ni los muertos impidieron a los vivos
celebrar su alegría ni los vivos dejaron a los muertos abandonados allí estaban
juntos cuando Nicaragua se liberó los muertos y los vivos.
Orar y pensar la muerte nos abre al
sentido de la existencia y compartir la alegría con los que no están, ya que
nuestro anhelo va más allá, transciende el mundo. En la Eucaristía se recuerda
la muerte de Jesús, se proclama su resurrección y se pide que venga a nosotros.
El cristiano no muere solo, muere con Jesús, aunque el morir físico no pueda
ser vencido, sí el miedo y el absurdo, con la confianza que esa muerte es
vencida. Ya que la única muerte verdadera se dio en Él, como entrega de la
vida, como perderse a sí mismo. Morir con Jesús supone un seguimiento no sólo
en la vida, sino en los momentos últimos de la existencia. Se dio en la cruz,
como un pan partido y repartido, como entrega, como gesto de amor. El morir,
puede ser también la existencia amorosa para los otros, y así también a Dios.
Adelántate a
toda despedida, como si la hubieras dejado
atrás, como
el invierno que se está marchando.
Pues bajo
los inviernos hay uno tan infinitamente invierno
que, si lo
pasas, tu corazón resistirá.
Sé siempre
muerto en Eurídice, cantando sube,
ensalzando
regresa a la pura relación.
Aquí, entre
los que se desvanecen, en el reino de lo que declina,
sé una copa
sonora que con sólo sonar se rompió.
Sé, y sabe
al mismo tiempo la condición del no-ser,
el infinito
fondo de tu íntima vibración
para que la
lleves al cabo del todo, esta única vez.
A las
reservas de la Naturaleza en plenitud, a las usadas
como a las
sordas y mudas, a las indecibles sumas,
añádete
jubiloso y aniquila el número.
Rainer Maria
Rilke, Soneto
13- II
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