jueves, 23 de julio de 2015

Las máscaras de Dios



Intentar esclarecer el misterio, no significa dominarlo. Dios es misterio por mucho que se le quiera iluminar, nunca la razón lo podrá abarcar en su totalidad, todo misterio siempre será objeto de fe. Queremos caminar entre esas dos ciudades, entre la razón y la fe. Por eso, debemos caminar desde el silencio, del intelecto, de los sentidos y abrir lo que Ricardo de San Víctor llamaba el “tercer ojo” (oculus carnis, oculus rationis, oculus fidei). Con él podremos llegar a esa realidad que nos trasciende, sin negar lo que captan la inteligencia y los sentidos. 
El insondable misterio de Dios, siempre se ha sometido a mediaciones, unas afortunadas otras muy distorsionadas de la realidad, que han hecho sufrir. Alguna de ellas todavía queda viva en ciertos grupos religiosos que no han desenmascarado los falsos dioses, provocando ataduras, prácticas religiosas alienantes, y figuras opresoras de Dios. Esas imágenes de Dios, son creadas por el propio hombre, muchas de ellas se han creado en el pasado y formas desiguales y opresoras, que han sido trasmitidas de padres a hijos o por medio de ciertos ambientes culturales y religiosos. Seguimos aquí el camino abierto por J. Mª Mardones en su excelente obra Matar a nuestros dioses, nos da luz y pistas para no falsear nuestras creencias y encontrarnos con el verdadero Dios. Debemos cambiar esas imágenes falsas por otras de misericordia y de la vida, dejar a Dios ser Dios y respetar el misterio, sabiendo que todo lo que digamos son aproximaciones siempre limitadas.
Muchas veces se nos ha transmitido una imagen del Dios del miedo y del temor. Ahí está la inseguridad innata del hombre, o lo que los pensadores llaman el “terror cósmico”, esa mezcla de impotencia y horror que nace del corazón humano ante la desmesura del cosmos, de lo desconocido, de la falta de sentido, que los mitos y las religiones han intentado transformar esa angustia en confianza. Estas apelan a un Dios soberano para calmar el miedo que produce la vulnerabilidad y la incertidumbre.

Para otros pensadores de la religión, la experiencia religiosa no surge del terror cósmico, sino de una búsqueda profunda de sentido. El hombre tiene el deseo de transcender el tiempo y la historia y busca explicaciones y claves de sentido de la vida, del mundo, del propio hombre. En el fondo está lo fascinante y bello de una realidad que ilumina la vida en su profundidad y es digna de ser amada.
En la experiencia religiosa, nos movemos entre esas dos realidades, entre el miedo y el sentido. Entre la fascinación de lo máximamente atrayente y el miedo de lo misterioso y amenazador. El camino es la superación del miedo, el desgarro, la división y llegar a lo bueno, a la unidad, al bien, a Dios.
El problema es cuando las religiones, los poderes establecidos usan y han usado el miedo para someter a las personas o justificar ciertas posiciones de poder. Ahí están muchas teocracias y formas fundamentalistas de poder y religiosidad en la prensa diaria. Tampoco se libra la religión cristiana que ha utilizado en otras épocas, lo que el historiador francés y especialista en cristianismo llama la “pastoral del miedo”, utilizándolo para prevenir del pecado y llamar a la conversión. Todo se llenó de condenaciones, de castigos, de infierno y fuego, que buscaba aterrorizar al creyente, apelar al miedo, sobre todo los últimos acontecimientos de la vida, el límite de la existencia y la muerte. Todavía hoy, muchos creyentes de cierta edad,  su experiencia religiosa surge de ciertos miedos inculcados en su infancia o bien, de una religiosidad desviada en épocas no tan remotas, por miedo al juicio, al purgatorio o al infierno. De ahí surge una imagen de Dios tremenda y sádica, como un juez severo, castigador, que lleva cuenta de todos los deslices, que toma nota, para luego hacer cuentas y presentar la minuta a pagar con penas infinitas y de la que nadie parece escaparse. Un Dios que condena al infierno infinito a pesar de nuestra existencia finita, o un purgatorio, donde las almas tienen que purgar y depurar su mal hasta ascender cotas más espirituales más elevadas e indefinidas. Son visiones más platónicas que cristianas, de una división profunda entre el cuerpo y el alma, entre lo histórico del individuo y lo espiritual. En esta visión se nos presenta a un Dios sádico y terrible, que goza con las miserias humanas.
Estas malas imágenes todavía circulan por muchos lugares, no sólo hacen daño al alma y alejan a las personas de la búsqueda de sentido y de la religiosidad, son lenguajes insignificantes y poco humanizadores. Es cierto que siempre debemos hablar de Dios como balbuciendo, como nos recordaba Santo Tomás, pero siempre de forma luminosa y acudiendo al fundamento, que son los textos bíblicos.  El Dios cristiano que aparece en los Evangelios, es el Dios del amor y de la misericordia, es luz comenta el evangelista Juan. Todo lo que Dios es y hace está tocado por el amor y todo lo que tiene que ver con el amor, tiene que ver con Dios. Un amor activo, que no tiene reserva ni exclusiones, ni límites, ni fronteras. Jesús de Nazaret es la imagen del amor y la misericordia del Padre, con sus gestos y su persona revela el amor y la misericordia de Dios. En tres parábolas: El padre bueno, la oveja perdida y la moneda extraviada, Dios es presentado con misericordia, amor y alegría, ahí está el núcleo de todo el Evangelio. Debemos cambiar el imaginario de Dios y pasar del Dios terrible y tremendo al Dios es amor, su oficio es amar, siendo un amor gratuito, incondicional, desconcertante y sin límites. Esta imagen de Dios nos debe llevar a una “pastoral de la misericordia”, de anuncio del amor de Dios, pero con lenguajes y gestos vivos, de encuentro personal con ese Jesús, rostro del amor y misericordia de Dios.  Esa fe creíble, deberá posible en una Iglesia habitable y facilitadora, que haga realidad en el mundo ese amor sorprendente de un Dios que quiere ser Dios. La fe no sólo se transmite, se vive. De ahí que Francisco en sus últimos escritos nos propone cinco vías: El sentido, la belleza, la ciencia, la espiritualidad y el bien.
Dime que no te hago
a la medida
de mi desolación sin horizonte.
Dime que mi agonía
no te inventa,
cuando en su ahogo lento, pronunciado,
te siente por las venas
respirándote.
Dime que yo no sueño. Que es tu mano
la que temblando aprieto
entre las mías,
cuando la noche en mis pupilas crece.
Dime que cuando hablo –que sólo a Ti te hablo-
vas recogiendo mis palabras leves. Apretándolas
sobre tu corazón. Como presiento.
Dime que cuando lloro
alargas tu sonrisa –la que veo-
hasta lo más mojado de mi cara.

M. Elvira Lacaci, “Dime” Sonido de Dios (1962)

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