Hoy para mí, el sonido del silencio
es la melodía del dolor y de la paz. La muerte nos coloca ante el misterio de
la vida, es una realidad coexistente a nuestro ser, nada más nacer tenemos fecha
de caducidad, somos a la vez pañales y mortaja, sucesiones de difunto como
nos recordaba el poeta. En el hondón de nuestra existencia, la muerte es la
no respuesta, esa realidad que nos desnuda de toda desnudez que es el silencio
de la angustia que nos hace sentir nuestra fragilidad y nuestra finitud. La
muerte de nuestros seres queridos nos permite abrir el sentido a una realidad
que va más allá de nosotros mismos, a una totalidad de la existencia que
nos desborda y que se resuelve en el recinto sagrado de nuestro corazón.
Esa realidad de la muerte, se vuelve más trágica si
se experimenta, cuando es de la persona que nos ha dado la vida, la que nos
ha iniciado en el mundo, la que nos ayudó en nuestros primeros pasos y abrir
las realidades de nuestro propio ser, del mundo y de Dios. En principio una
realidad dolorosa y absurda, pero nos da sentido y nos ayuda a poder habitar el
mundo, el duelo de un ser querido, de una madre, forma parte de la vida, forma
parte del amor que permanece en su ausencia.
La muerte necesita ser pensada, ya que nos arroja
hacia el sinsentido y desde ahí nos abre a una realidad que nos trasciende, y
en su realización nos abre a la totalidad y nos la anticipa el “todavía no”. Si
el dolor es parte de la muerte, también lo es la esperanza. En el sonido
del silencio, no sólo habla el dolor, también lo puede hacer el misterio, esa
realidad amorosa e indecible que llamamos Dios. Un Dios solidario con el dolor
desde el amor, un Dios que en Jesús ha experimentado la muerte trágica de la cruz,
un Dios que comparte el destino del hombre y un Dios que eleva hombre a ser
Dios. La muerte es una puerta que nos abre a esa realidad indecible, donde no
hay lágrimas ni dolor, donde todas las piezas encajan y cobra sentido verdadero
toda nuestra existencia. Los amigos de Jesús lo llamaban resurrección,
reconociendo en su perplejidad que Dios era la primera causa de la vida y de la
muerte.
El gran salto de la existencia fue puesto por la vida,
una vida que es gracia y donde la muerte no puede anularla. Dios crea y recrea
la vida de forma continua y ésta se consumará en el propio Dios, límite y
destino de la existencia humana. Así lo experimentó mi madre al final de sus
días, en el dolor de la enfermedad, cuando la vida cobra un punto sin retorno y
se experimenta la muerte como parte de sí y meta de la vida, se produce un
encuentro deseadola y abrazándola amorosamente en Dios. No tenemos la presencia
física de mi madre, pero al vivir en Dios ha penetrado más profundamente en
nuestra existencia. No podemos disfrutar de su mirada, ni escuchar su voz, pero
ahora sé que nos ama más que nunca, pues nos ama desde Dios y en Dios. Su
presencia transfigurada está más profundamente en nuestro ser y nos
acompaña desde su amor y su felicidad. Creo que podemos estar con nuestros
seres queridos que ya han partido en el lenguaje misterioso del silencio, en el
lenguaje no siempre fácil y hondo de la fe.
Si la vida y la muerte es Gracia, quisiera desde el
silencio y la ausencia cantar a la esperanza, y dar las gracias a todos
aquellos que la acompañaron en este tránsito difícil y amoroso. Es cierto,
a veces la fe se escondió en la niebla de la existencia, la esperanza se
debilitó en el sin sentido, pero permaneció el amor, que nunca pasará de muchas
personas que la acompañaron. Ese permanecerá en ella y en nosotros, sus seres
queridos, abrazado ahora en el seno del Padre. Desde estas páginas quisiera
enviar un abrazo y agradecimiento a Concha, su médica de atención primaria
pendiente de su evolución y acompañándola muy de cerca; a Aurelio de la Unidad
de Atención Inmediata (UCAI) por la rapidez y humanidad en la atención; A su
querida Rocío, de la unidad de Oncología, en las que puso su vida, su corazón y
parte de su esperanza; a Feliciano que lucho contra el dolor físico, pero
también humano. A toda la Unidad de Paliativos de los Montalvos, pendientes no
sólo de ella, también de los familiares, haciendo que los últimos momentos
fueran como estar en el propio hogar. A Poli y Antonio, sacerdotes de la
Comunidad Parroquial que la acompañaron espiritualmente y estuvieron pendientes
en todo momento y la acompañaron en su Pascua. A la toda la comunidad de
Dominicos San Esteban y familia dominicana, pendiente y dispuesta hacer turnos
en caso de necesidad. A mucha gente conocida y desconocida que nos ha
acompañado en los momentos difíciles de la enfermedad, con su cariño, con su
presencia, amigos, compañeros de trabajo, a todos los que nos habéis acompañado
en su funeral. GRACIAS y que Dios os bendiga.
La vida se hace real y se desvela de su niebla cuando
se hace presente la muerte, ponemos muchas cosas en su sitio, nos encajan los
amores de nuestra existencia. Si no tenemos amor, es que todavía no hemos
nacido; sin amor, no sabemos que nos morimos. En pleno Adviento, en un tiempo
oportuno y favorable, en el Kairós de Dios, la esperanza impulsada por el amor
y la caridad, a pesar del dolor y del mal, asume y transciende la historia, el
tiempo y la muerte.
Si tú y yo,
Teresa mía,
nunca nos hubiéramos visto,
nos hubiéramos
muerto sin saberlo;
no habríamos vivido.
Por el amor
supimos de la muerte;
por el amor
supimos
que se
muere: sabemos que se vive
cuando llega el morirnos
Miguel de
Unamuno, Teresa.