Si
hacemos silencio no es para encontrar al vacío de la nada, sino a la
respiración del espíritu donde se acaba percibiendo el soplo ligero de
la presencia de Dios, la Realidad más real que existe y que se encuentra
más allá de la dimensión sensible.
La
Pascua es el centro de la vida cristiana, recuerda la muerte y la
resurrección de Jesús. La victoria sobre la muerte, la victoria sobre la
vida. Desde los comienzos, el creyente cristiano ha celebrado con una
certeza indemostrable e invencible que la liberación de todas las
esclavitudes se anticipó en un galileo llamado Jesús. Nos recordaba
Alberto Iniesta (“obispo de Vallecas”), que en el corazón profundo
de nuestra fe nos afirma que allá en el fondo hay una savia que sube por
nuestras ramas hacia nuestra vida, hacia nuestra existencia de todos
los días. El árbol nunca ha visto la savia, pero la siente, la vive, la
bebe. Misterio de la cruz que no solo se debe vivir en la
interioridad de la vida personal, no puede ser reducido a un simple
pietismo, deberá alcanzar la vida social e histórica, así como la
realización de la paz y la justicia.
Desde el
siglo II, se fijó un domingo para celebrar la pascua y, los primeros
cristianos dedicaron dos días de ayuno, no de comida, sino de
eucaristía. De forma simbólica, querían participar de la muerte para
vivir la resurrección. Ya en el siglo III, la cuaresma se prolongará a
una semana y con el tiempo a cuarenta días, cuyo objetivo era preparar a
los catecúmenos para el bautismo el día de Pascua y también a todos
aquellos que habían renunciado a Jesús y la comunión cristiana. Estos
pecadores volverán a ser reincorporados en la comunidad mediante el
perdón comunitario. La cuaresma era un tiempo de preparación para los
nuevos cristianos, también un tiempo de reconciliación para todos
aquellos que se habían alejado de la vida de la fe.
La
cuaresma es un tiempo de gracia y encuentro con Dios, pero fue tomando
un cariz diferente subrayando más la abstinencia, el ayuno, la
mortificación, el arrepentimiento, de miedo y las penas. Era un tiempo
de austeridad, de moderación de espectáculos y diversiones, de
ejercicios espirituales y de color morado. Las catequesis de tiempos
pasados imprimieron “a sangre” muchos de estos elementos secundarios,
quedándose los creyentes en lo más superficial del sentido cuaresmal y
quitando hondura a ese tiempo de gracia. Jesús nos invita a vivir la
cuaresma apoyados en la palabra de Dios: “No sólo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Nos recuerda, que lo
importante es el amor de Dios, invitándonos a vivir desde ese principio
transformador y sin medida. El amor no es un acto, es un aprendizaje,
un camino que pone al creyente cara a cara con Dios y con el hermano. Es
un camino sencillo y escondido desde la humidad cotidiana, proclamando
la primacía de Dios en su existencia y que se plasma en el amor al
prójimo, incluso a los enemigos.
Para el creyente del siglo XXI, es un tiempo privilegiado para buscar las huellas de Jesús en las arenas del corazón y dejar que ellas nos adentren en la espesura. Encontrarnos desde el silencio cara a cara con Dios y dejar que transforme su vida. El
hombre de hoy tiene soledad pero no silencio. Necesitamos engendrar en
nosotros el hombre interior. Y, ¿cómo conseguir hacer silencio? Estando
quieto y resistiendo. Elevando las manos y el corazón a Dios.
En medio del ruido, del trabajo, del estrés, del consumo excesivo, del
vacío, el hombre actual no necesita ayunos y mortificaciones, necesita paz y silencio. Un tiempo cada día para encontrarse con Dios en su corazón, para serenar su existencia y, desde ese encuentro, para calmar su sed de sentido y transformar toda su realidad. Silencio, solo SILENCIO.
El hombre
no puede vivir sin espacios de silencio. El camino del silencio es
dejar que las cosas sucedan, mirar los movimientos del pensamiento, de
la voluntad, del sentimiento y dejar que todo aflore, para que nada se
enquiste en la cotidianidad sin freno de la vida. En el Silencio todo
puede ser abrazado, es este espacio privilegiado donde nos lo podemos
perdonar todo. En el silencio podemos ir más allá, ahí en las profundidades, en el hondón del alma, descubriremos un Dios cercano y deslumbrante que no es ajeno al hombre. Solo desde la desnudez silente podemos contemplar el Misterio.
En las profundidades del silencio descubriremos que siempre estuvimos en la luz del Misterio. Dios siempre fue nuestra casa y el amor infinito nuestra morada.
En esa quietud del silencio podemos alejarnos de la falsedad, de la
mundanidad y de la indiferencia, podemos mirarnos desde el amor y
limpiar nuestro corazón. Ninguna fuerza, ninguna presencia en la
naturaleza es más transformadora que el amor. El silencio nos debe
enviar al mundo para vivir con entrañas de misericordia, un amor que
debe fructificar en el escenario de nuestra existencia, en el encuentro con el otro,
con la vida, con el que sufre y necesita nuestro apoyo. El silencio nos
debe preparar para el encuentro, con las personas, con la vida, con la
naturaleza, con el trabajo, con el mundo y sobre todo con aquellos
últimos que no cuentan ni tienen voz.
“El
ayuno que yo quiero es este: Abrir las prisiones injustas… dejar libres a
los oprimidos… partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres
sin techo, vestir al que ves desnudo…” (Is 58,6-8). Estas
palabras nos recuerdan que Dios es un Dios de vivos, que lo que quiere
es amor y no sacrificios. Nos centrarnos demasiado en el culto, pero
religiosidad de Jesús se hace en las calles, con las gentes, donde las
personas gozan y sufren. “He aquí que estoy a la puerta y llamo...” (Ap
3,20). Tal vez, lo que necesitamos es una cuaresma sin ayunos ni rezos,
solo vivir la hondura del Silencio y del encuentro. Un encuentro que
nos pone en camino, que nos trae de vuelta para vivir con más
intensidad, con más proximidad, con más solidaridad, en completa unión
con todo lo que existe, dejándonos tocar por la vida.
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