Intentar esclarecer el misterio, no significa dominarlo.
Dios es misterio por mucho que se le quiera iluminar, nunca la razón lo podrá
abarcar en su totalidad, todo misterio siempre será objeto de fe. Queremos
caminar entre esas dos ciudades, entre la razón y la fe. Por eso, debemos
caminar desde el silencio, del intelecto, de los sentidos y abrir lo que
Ricardo de San Víctor llamaba el “tercer ojo” (oculus carnis, oculus
rationis, oculus fidei). Con él podremos llegar a esa realidad que nos
trasciende, sin negar lo que captan la inteligencia y los sentidos.
El insondable misterio de Dios, siempre se ha sometido
a mediaciones, unas afortunadas otras muy distorsionadas de la realidad, que
han hecho sufrir. Alguna de ellas todavía queda viva en ciertos grupos
religiosos que no han desenmascarado los falsos dioses, provocando ataduras,
prácticas religiosas alienantes, y figuras opresoras de Dios. Esas imágenes de
Dios, son creadas por el propio hombre, muchas de ellas se han creado en el
pasado y formas desiguales y opresoras, que han sido trasmitidas de padres a
hijos o por medio de ciertos ambientes culturales y religiosos. Seguimos aquí
el camino abierto por J. Mª Mardones en su excelente obra Matar a nuestros
dioses, nos da luz y pistas para no falsear nuestras creencias y
encontrarnos con el verdadero Dios. Debemos cambiar esas imágenes falsas
por otras de misericordia y de la vida, dejar a Dios ser Dios y respetar el
misterio, sabiendo que todo lo que digamos son aproximaciones siempre
limitadas.
Muchas veces se nos ha transmitido una imagen del Dios
del miedo y del temor. Ahí está la inseguridad innata del hombre, o lo que los
pensadores llaman el “terror cósmico”, esa mezcla de impotencia y horror que
nace del corazón humano ante la desmesura del cosmos, de lo desconocido, de la
falta de sentido, que los mitos y las religiones han intentado transformar esa
angustia en confianza. Estas apelan a un Dios soberano para calmar el miedo que
produce la vulnerabilidad y la incertidumbre.
Para otros pensadores de la religión, la experiencia
religiosa no surge del terror cósmico, sino de una búsqueda profunda de
sentido. El hombre tiene el deseo de transcender el tiempo y la historia y
busca explicaciones y claves de sentido de la vida, del mundo, del propio
hombre. En el fondo está lo fascinante y bello de una realidad que ilumina la
vida en su profundidad y es digna de ser amada.
En la experiencia religiosa, nos movemos entre esas
dos realidades, entre el miedo y el sentido. Entre la fascinación de lo
máximamente atrayente y el miedo de lo misterioso y amenazador. El camino es la
superación del miedo, el desgarro, la división y llegar a lo bueno, a la
unidad, al bien, a Dios.
El problema es cuando las religiones, los poderes
establecidos usan y han usado el miedo para someter a las personas o justificar
ciertas posiciones de poder. Ahí están muchas teocracias y formas
fundamentalistas de poder y religiosidad en la prensa diaria. Tampoco se libra
la religión cristiana que ha utilizado en otras épocas, lo que el historiador
francés y especialista en cristianismo llama la “pastoral del miedo”,
utilizándolo para prevenir del pecado y llamar a la conversión. Todo se llenó
de condenaciones, de castigos, de infierno y fuego, que buscaba aterrorizar al
creyente, apelar al miedo, sobre todo los últimos acontecimientos de la vida,
el límite de la existencia y la muerte. Todavía hoy, muchos creyentes de cierta
edad, su experiencia religiosa surge de ciertos miedos inculcados en su
infancia o bien, de una religiosidad desviada en épocas no tan remotas, por
miedo al juicio, al purgatorio o al infierno. De ahí surge una imagen de Dios
tremenda y sádica, como un juez severo, castigador, que lleva cuenta de todos
los deslices, que toma nota, para luego hacer cuentas y presentar la minuta a
pagar con penas infinitas y de la que nadie parece escaparse. Un Dios que
condena al infierno infinito a pesar de nuestra existencia finita, o un
purgatorio, donde las almas tienen que purgar y depurar su mal hasta ascender
cotas más espirituales más elevadas e indefinidas. Son visiones más platónicas
que cristianas, de una división profunda entre el cuerpo y el alma, entre lo
histórico del individuo y lo espiritual. En esta visión se nos presenta a un
Dios sádico y terrible, que goza con las miserias humanas.
Estas malas imágenes todavía circulan por muchos
lugares, no sólo hacen daño al alma y alejan a las personas de la búsqueda de
sentido y de la religiosidad, son lenguajes insignificantes y poco
humanizadores. Es cierto que siempre debemos hablar de Dios como balbuciendo,
como nos recordaba Santo Tomás, pero siempre de forma luminosa y acudiendo al
fundamento, que son los textos bíblicos. El Dios cristiano que aparece en
los Evangelios, es el Dios del amor y de la misericordia, es luz comenta
el evangelista Juan. Todo lo que Dios es y hace está tocado por el amor y todo
lo que tiene que ver con el amor, tiene que ver con Dios. Un amor activo,
que no tiene reserva ni exclusiones, ni límites, ni fronteras. Jesús de
Nazaret es la imagen del amor y la misericordia del Padre, con sus gestos y
su persona revela el amor y la misericordia de Dios. En tres parábolas: El
padre bueno, la oveja perdida y la moneda extraviada, Dios es presentado con misericordia,
amor y alegría, ahí está el núcleo de todo el Evangelio. Debemos cambiar
el imaginario de Dios y pasar del Dios terrible y tremendo al Dios es amor, su
oficio es amar, siendo un amor gratuito, incondicional, desconcertante y sin
límites. Esta imagen de Dios nos debe llevar a una “pastoral de la
misericordia”, de anuncio del amor de Dios, pero con lenguajes y gestos vivos,
de encuentro personal con ese Jesús, rostro del amor y misericordia de Dios.
Esa fe creíble, deberá posible en una Iglesia habitable y facilitadora,
que haga realidad en el mundo ese amor sorprendente de un Dios que quiere ser
Dios. La fe no sólo se transmite, se vive. De ahí que Francisco en sus últimos
escritos nos propone cinco vías: El sentido, la belleza, la ciencia,
la espiritualidad y el bien.
Dime que no
te hago
a la medida
de mi
desolación sin horizonte.
Dime que mi
agonía
no te
inventa,
cuando en su
ahogo lento, pronunciado,
te siente
por las venas
respirándote.
Dime que yo
no sueño. Que es tu mano
la que
temblando aprieto
entre las
mías,
cuando la
noche en mis pupilas crece.
Dime que
cuando hablo –que sólo a Ti te hablo-
vas
recogiendo mis palabras leves. Apretándolas
sobre tu
corazón. Como presiento.
Dime que
cuando lloro
alargas tu
sonrisa –la que veo-
hasta lo más
mojado de mi cara.
M. Elvira
Lacaci, “Dime” Sonido de Dios (1962)