Hoy no es fácil hablar de la muerte, pero de alguna
manera nos toca y nos roza a lo largo de nuestra existencia, el miedo a la
desvinculación, el miedo a perder a los seres queridos que van envejeciendo, ya
forma parte de esa realidad límite de nuestra existencia. La muerte es una
realidad que nos acompaña desde el nacimiento, así nos lo recordaba Quevedo: Ayer
se fue, mañana no ha llegado./ Hoy se está yendo sin parar un punto;/ soy un
fue y un será y un es cansado./ En el hoy y mañana y ayer junto/ a
pañales y mortaja, y ha quedado/ presentes sucesiones de difunto. Otros
pensadores como Heidegger prefieren situarla en la cotidianidad humana, un ser
abocado a la muerte y desde la misma, se puede comprender así mismo como totalidad.
Pero no podemos asistir a nuestra propia muerte, sino la de los seres cercanos.
Estos, en realidad no se mueren, se nos mueren. Y en la muerte de los
otros, nos decía Heidegger, se reemplaza un dasein por otro. Así la muerte no
es sólo un fenómeno biológico, también ontológico, un modo de ser y poder ser.
Que la primera muerte sea un hallazgo del gran
pensador alemán, no es nuevo en el pensamiento, ya Platón nos había puesto en
el camino, con su gran descripción de la muerte de Sócrates en el Fedon: "Y
hasta entonces la mayoría de nosotros, por guardar las conveniencias, había
sido capaz de contenerse para no llorar, pero cuando le vimos beber y haber
bebido, ya no; sino que, a mí al menos, con violencia y en tromba se me salían
las lágrimas, de manera que cubriéndome comencé a sollozar, por mí, porque no
era por él, sino por mi propia desdicha: ¡de qué compañero quedaría privado!
(...) Y Apolodoro no había dejado de llorar en todo el tiempo anterior, pero
entonces rompiendo a gritar y a lamentarse conmovió a todos los presentes a
excepción del mismo Sócrates. Él dijo: -¿Qué hacéis, sorprendentes amigos?
Ciertamente por ese motivo despedí a las mujeres, para que no desentonaran.
Porque he oído decir que hay que morir en un silencio ritual. Con que tened
valor y mantened la calma. Y nosotros al escucharlo nos avergonzamos y
contuvimos el llanto”.
Jesús murió de otra forma, todos los suyos le habían
abandonado, habían huido o lo habían negado. Jesús sufrió la muerte, no la
afrontó dueño de sí y sin temor como Sócrates desde la inmortalidad del alma. Experimenta
en sí todo lo que es la muerte, la noche oscura y terrible del espíritu, el
desgarramiento del corazón, la duda más profunda y la tremenda tentación de
la desesperación. En ella, un grito terrible: “Dios mío, Dios mío, por qué
me has abandonado”(Salmo 22). Para San Agustín, ese grito al que se
refieren los evangelistas, era tan insoportable que se negó a reconocerlo.
Este asumir la muerte desde el pensamiento, privilegia
un cierto sentido positivo, pero para muchas personas es ruptura y
desgarramiento. El hombre siempre al cuidado de sí mismo, es un ser inacabado.
Se pregunta por su totalidad, por ese “plus” que no es, ya que la muerte le
desplaza de su ser en el mundo En ella sólo habla el dolor y el sinsentido.
Así, a los humanos nos da miedo la muerte y como no podemos evitarla, se
olvida, e incluso se esconde. El miedo es el mejor medio para desviar al hombre
de sí mismo, para doblarlo y curvarlo, y nunca está más referido a sí mismo
que en el miedo a la muerte. En esta referencia a sí tan fuerte, no logra
salir y se olvida de Dios. Los místicos nos enseñan que el camino de Dios,
es el camino de liberarnos de nosotros mismos. La persona que está referida a
Dios, se mantiene a distancia de sí mismo y puede escapar de su condición de
moribundo, es un camino privilegiado para escapar del terror mortis.
Hoy aparecen nuevos temores que los progresos de
medicina han hecho surgir, es un temor a la tecnocracia. En nuestras sociedades
tecnificadas, nuestros seres queridos mueren a una edad muy avanzada, apenas en
casa. La necesidad de tratamiento prolongado, las unidades de reanimación,
etc., hace que el hospital sea el nuevo escenario del último adiós. Es una muerte
que se disuelve en el devenir de la vida, en el grupo, en el silencio y en
el fondo se superficializa, como si fuera una huida, un detener el tiempo.
Nuestros cementerios están situados en las afueras de las grandes ciudades y la
realidad última de la muerte, no forma parte del paisaje en el que vivimos,
lleno de triunfadores y con una exaltación de lo joven, fuerte y bello. Los
débiles, los moribundos, los ancianos, los que se mueren no cuentan, son
también los nadies. Es difícil morir en paisaje urbano de triunfadores, que se
las arreglan sin recuerdos y ocultando esa realidad del hombre, como nos
recordaba tan lúcidamente Dorothee Sölle.
Debemos de superar esos miedos y enfrentar la muerte.
La medicina paliativa tiene medios suficientes para aliviar el sufrimiento en
su agonía, pero las familias necesitan explicación, que se les informe de todas
las posibilidades. También tener en cuenta que no todos los miembros de la
familia o todas las familias, están en el mismo lugar para enfrentar la
realidad última y anticipar las situaciones. Intentar hablar entre todos, una
defensa ante la muerte es no comunicarse y no hablar en la familia y evadir al
moribundo de la realidad, nos cuesta encontrar las palabras, pero ahí están
incluso para hablar del dolor. Miedo a no hablar con el enfermo o la persona
que se está muriendo, querer protegerle ocultando la realidad no ayuda, ya que
es el propio enfermo sabe mejor que nadie como se siente y como está, muchas
veces necesita hablar de ello con naturalidad. Es necesario compartir el afecto
y el cariño con la persona que muere, actuar con naturalidad y amorosamente,
sin sobreprotecciones, saber cuidar, repartirse las responsabilidades,
despedirse del ser querido.
El camino de la fe y del amor creyente, no es el de
ocultar la muerte sino desvelarla. Es una realidad que forma parte de
nuestro ser persona desde el nacimiento, la muerte está incluida. En
nuestra cultura queremos tener felicidad sin dolor y amor sin duelo. La muerte
no es el último acto de la existencia. Es un proceso que se realiza a lo largo
de toda existencia. Un proceso donde la libertad toma partido, si aceptar o
protestar contra ella. No es la muerte la que está en juego, es la aceptación o
no, del amor de Dios que se nos ofrece. Decidirse por el amor de Dios, no es a
vida o muerte, pero sí de vida o muerte, es un proceso paciente, libre, tal vez
en pequeños momentos y lugares, sin grandes intensidades, ni arrebatos místicos,
con pequeños gestos donde se va confirmando la gracia y el amor.
Esta
parábola última quisiera dedicarla a mis hermanas y a mi padre:
Una noche
soñé que caminaba por la playa con Dios. Durante la caminata, muchas escenas de
mi
vida se iban proyectando en la pantalla del cielo.
Con cada
escena que pasaba notaba que unas huellas de pies se formaban en la arena: unas
eran las mías y las otras eran de Dios.
A veces
aparecían dos pares de huellas y a veces un solo par. Esto me preocupó mucho
porque pude notar que, durante las escenas que reflejaban las etapas más
tristes de mi vida, cuando me sentía apenado, angustiado y derrotado, solamente
había un par de huellas en la arena. Entonces, le dije a Dios:
“Señor, Tú
me prometiste que si te seguía siempre caminarías a mi lado. Sin embargo, he
notado que en los momentos más difíciles de mi vida, había sólo un par de
huellas en la arena. ¿Por qué, cuándo más te necesité, no caminaste a mi lado?.
Entonces Él
me respondió:
“Querido
hijo. Yo te amo infinitamente y jamás te abandonaría en los momentos difíciles.
Cuando viste en la arena sólo un par de pisadas es porque yo te cargaba en mis
brazos…”.
Anónimo, Las
huellas en la arena
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