jueves, 1 de octubre de 2015

Hoy se está yendo sin parar un punto...






Hoy no es fácil hablar de la muerte, pero de alguna manera nos toca y nos roza a lo largo de nuestra existencia, el miedo a la desvinculación, el miedo a perder a los seres queridos que van envejeciendo, ya forma parte de esa realidad límite de nuestra existencia. La muerte es una realidad que nos acompaña desde el nacimiento, así nos lo recordaba Quevedo: Ayer se fue, mañana no ha llegado./ Hoy se está yendo sin parar un punto;/ soy un fue y un será y un es cansado./ En el hoy  y mañana y ayer junto/ a pañales y mortaja, y ha quedado/ presentes sucesiones de difunto. Otros pensadores como Heidegger prefieren situarla en la cotidianidad humana, un ser abocado a la muerte y desde la misma, se puede comprender así mismo como totalidad. Pero no podemos asistir a nuestra propia muerte, sino la de los seres cercanos. Estos, en realidad no se mueren, se nos mueren. Y en la muerte de los otros, nos decía Heidegger, se reemplaza un dasein por otro. Así la muerte no es sólo un fenómeno biológico, también ontológico, un modo de ser y poder ser.
Que la primera muerte sea un hallazgo del gran pensador alemán, no es nuevo en el pensamiento, ya Platón nos había puesto en el camino, con su gran descripción de la muerte de Sócrates en el Fedon: "Y hasta entonces la mayoría de nosotros, por guardar las conveniencias, había sido capaz de contenerse para no llorar, pero cuando le vimos beber y haber bebido, ya no; sino que, a mí al menos, con violencia y en tromba se me salían las lágrimas, de manera que cubriéndome comencé a sollozar, por mí, porque no era por él, sino por mi propia desdicha: ¡de qué compañero quedaría privado! (...) Y Apolodoro no había dejado de llorar en todo el tiempo anterior, pero entonces rompiendo a gritar y a lamentarse conmovió a todos los presentes a excepción del mismo Sócrates. Él dijo: -¿Qué hacéis, sorprendentes amigos? Ciertamente por ese motivo despedí a las mujeres, para que no desentonaran. Porque he oído decir que hay que morir en un silencio ritual. Con que tened valor y mantened la calma. Y nosotros al escucharlo nos avergonzamos y contuvimos el llanto”.
Jesús murió de otra forma, todos los suyos le habían abandonado, habían huido o lo habían negado. Jesús sufrió la muerte, no la afrontó dueño de sí y sin temor como Sócrates desde la inmortalidad del alma. Experimenta en sí todo lo que es la muerte, la noche oscura y terrible del espíritu, el desgarramiento del corazón, la duda más profunda y la tremenda tentación de la desesperación. En ella, un grito terrible: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”(Salmo 22). Para San Agustín, ese grito al que se refieren los evangelistas, era tan insoportable que se negó a reconocerlo.
Este asumir la muerte desde el pensamiento, privilegia un cierto sentido positivo, pero para muchas personas es ruptura y desgarramiento. El hombre siempre al cuidado de sí mismo, es un ser inacabado. Se pregunta por su totalidad, por ese “plus” que no es, ya que la muerte le desplaza de su ser en el mundo En ella sólo habla el dolor y el sinsentido. Así, a los humanos nos da miedo la muerte y como no podemos evitarla, se olvida, e incluso se esconde. El miedo es el mejor medio para desviar al hombre de sí mismo, para doblarlo y curvarlo, y nunca está más referido a sí mismo que en el miedo a la muerte. En esta referencia a sí tan fuerte, no logra salir y se olvida de Dios. Los místicos nos enseñan que el camino de Dios, es el camino de liberarnos de nosotros mismos. La persona que está referida a Dios, se mantiene a distancia de sí mismo y puede escapar de su condición de moribundo, es un camino privilegiado para escapar del terror mortis.

Hoy aparecen nuevos temores que los progresos de medicina han hecho surgir, es un temor a la tecnocracia. En nuestras sociedades tecnificadas, nuestros seres queridos mueren a una edad muy avanzada, apenas en casa. La necesidad de tratamiento prolongado, las unidades de reanimación, etc., hace que el hospital sea el nuevo escenario del último adiós. Es una muerte que se disuelve en el devenir de la vida, en el grupo, en el silencio y en el fondo se superficializa, como si fuera una huida, un detener el tiempo. Nuestros cementerios están situados en las afueras de las grandes ciudades y la realidad última de la muerte, no forma parte del paisaje en el que vivimos, lleno de triunfadores y con una exaltación de lo joven, fuerte y bello. Los débiles, los moribundos, los ancianos, los que se mueren no cuentan, son también los nadies. Es difícil morir en paisaje urbano de triunfadores, que se las arreglan sin recuerdos y ocultando esa realidad del hombre, como nos recordaba tan lúcidamente Dorothee Sölle.
Debemos de superar esos miedos y enfrentar la muerte. La medicina paliativa tiene medios suficientes para aliviar el sufrimiento en su agonía, pero las familias necesitan explicación, que se les informe de todas las posibilidades. También tener en cuenta que no todos los miembros de la familia o todas las familias,  están en el mismo lugar para enfrentar la realidad última y anticipar las situaciones. Intentar hablar entre todos, una defensa ante la muerte es no comunicarse y no hablar en la familia y evadir al moribundo de la realidad, nos cuesta encontrar las palabras, pero ahí están incluso para hablar del dolor. Miedo a no hablar con el enfermo o la persona que se está muriendo, querer protegerle ocultando la realidad no ayuda, ya que es el propio enfermo sabe mejor que nadie como se siente y como está, muchas veces necesita hablar de ello con naturalidad. Es necesario compartir el afecto y el cariño con la persona que muere, actuar con naturalidad y amorosamente, sin sobreprotecciones, saber cuidar, repartirse las responsabilidades, despedirse del ser querido.
El camino de la fe y del amor creyente, no es el de ocultar la muerte sino desvelarla. Es una realidad que forma parte de nuestro ser persona desde el nacimiento, la muerte está incluida. En nuestra cultura queremos tener felicidad sin dolor y amor sin duelo. La muerte no es el último acto de la existencia. Es un proceso que se realiza a lo largo de toda existencia. Un proceso donde la libertad toma partido, si aceptar o protestar contra ella. No es la muerte la que está en juego, es la aceptación o no, del amor de Dios que se nos ofrece. Decidirse por el amor de Dios, no es a vida o muerte, pero sí de vida o muerte, es un proceso paciente, libre, tal vez en pequeños momentos y lugares, sin grandes intensidades, ni arrebatos místicos, con pequeños gestos donde se va confirmando la gracia y el amor.
Esta parábola última quisiera dedicarla a mis hermanas y  a mi padre:
Una noche soñé que caminaba por la playa con Dios. Durante la caminata, muchas escenas de mi
vida se iban proyectando en la pantalla del cielo.
Con cada escena que pasaba notaba que unas huellas de pies se formaban en la arena: unas eran las mías y las otras eran de Dios.
A veces aparecían dos pares de huellas y a veces un solo par. Esto me preocupó mucho porque pude notar que, durante las escenas que reflejaban las etapas más tristes de mi vida, cuando me sentía apenado, angustiado y derrotado, solamente había un par de huellas en la arena. Entonces, le dije a Dios:
“Señor, Tú me prometiste que si te seguía siempre caminarías a mi lado. Sin embargo, he notado que en los momentos más difíciles de mi vida, había sólo un par de huellas en la arena. ¿Por qué, cuándo más te necesité, no caminaste a mi lado?.
Entonces Él me respondió:
“Querido hijo. Yo te amo infinitamente y jamás te abandonaría en los momentos difíciles. Cuando viste en la arena sólo un par de pisadas es porque yo te cargaba en mis brazos…”.
Anónimo, Las huellas en la arena

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