lunes, 9 de junio de 2014

Nuestra Confirmación es nuestro Pentecostés





El sábado tuvimos la última catequesis con Arina (sin h), antes de su confirmación. Hemos hablado mucho de Jesucristo y la Iglesia, y, en las últimas catequesis sobre el Espíritu. Por eso en esta última catequesis decidimos hacerla en la Peña de Francia, pero ascendiendo, al menos unos kilómetros a pie.
No sólo buscábamos un lugar especial, como la Peña, lugar de peregrinación y de búsqueda, alejado del mundanal ruido, retiro de paz y remanso de sosiego  para respirar el silencio absoluto, vivir y pervivir la necesidad de lo eterno como gustaba decir a Unamuno. Nuestra catequesis desde el silencio la queríamos hacer en camino.


Caminamos desde el “Paso de los Lobos”, en una empinada ascensión de casi una hora. El caminar y respirar el aire fresco y frío, quería ser un símbolo no sólo para nuestro cuerpo, también para nuestro espíritu. La búsqueda de Dios, para muchos hombres de fe, ha sido un ponerse en camino. Nuestra historia de salvación ha sido un constante ponerse en camino, el camino de Dios. Dios que baja al camino del hombre, que lo acompaña, que viene a su encuentro. Es el símbolo de la encarnación en el que Jesús se pone a caminar con nosotros, es el Dios-con-nosotros, en nuestra historia, en nuestro corazón.
En la subida y en la bajada, no dejó de soplar un fuerte viento. No pude, pudimos. por menos que recordar la simbología del viento, en el Antiguo y el Nuevo Testamento con la manifestación de Dios.  Al día siguiente era Pentecostés. Ya el camino nos evocaba el acompañamiento de Dios con nosotros. Pero el Espíritu de Dios no sólo irrumpe en el mundo, sino que también en Jesús y en cada uno de sus seguidores, en cada uno que se lo pide y se abre al amor de Dios. Dios se acerca y se comunica con cada uno de forma muy personal y amorosa, como un viento fuerte o una llama que quema, o como un susurro de brisa amorosa que envuelve. Este Espíritu está de forma muy especial en la Iglesia que vive del Espíritu de Jesús, celebra y recuerda su vida y su muerte cada domingo y en cada sacramento. Allí celebramos la Eucaristía, presidida por Fr. Rafael, con un grupo numerosos de peregrinos Salesianos y otros llegados de diferentes lugares.

Fue una catequesis, donde no sólo hubo espacio para hablar del bautismo y de la comunión, de Jesús, de la Iglesia y del Espíritu, quería ser un momento de interioridad y de oración.  El Espíritu de Jesús nos hace orar y nos lleva a Dios. Aquí nuestro camino se hace oración, nuestro ser se hace oración. Los tres en el santuario con las manos juntas, ante el crucifijo de hierro  y con María al fondo, oramos con el Padre nuestro, alabamos y dimos gracias con el Padre nuestro. Pedimos superar nuestras vanidades y mediocridades, encontrarnos con Él en medio de nuestras cosas y afanes de cada día, salir de nuestros individualismos y abrirnos al aire del Espíritu, trabajar por el Reino y la justicia. Nos acordamos también de nuestros seres queridos, de la familia personal y de nuestra familia en la fe, nuestra querida comunidad de la Purísima.

Por último entre risas, bocadillos y algo caliente para calentar el cuerpo y las manos (la rusa es la que más frío tenía, perece mentira) y con algunos apuntes al natural, hablamos que lo que le pasó a los discípulos en Pentecostés, se realiza en cada uno de nosotros cuando celebramos el sacramento de la confirmación. El Espíritu es una gracia, un don de Dios, por ello somos agraciados. Somos adultos en la fe y tenemos derecho, como los discípulos a tomar la palabra en medio de la comunidad y no privarla de su palabra. Es una persona Ungida, como Jesús, tendrá que dar testimonio en medio del mundo, ser fermento para otros y construir el Reino y la justicia. Después del día trece, viernes, día de la confirmación es un testigo que habla y anuncia al Señor allí donde esté y camine.

Para celebrarlo, nos marchamos a la Alberca, no sin antes pasar por las ruinas del convento de abajo y visitar el convento de monjas de Porta Coeli y comprar unos dulces exquisitos. Como no recordar aquellos versos de León Felipe:
Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana,
hacia Dios
por ese mismo camino
que voy yo.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol….
y un camino virgen
Dios.
                           León Felipe


domingo, 11 de mayo de 2014

Imaginando los caminos de Pablo de Tarso: Anfípolis

Macedonia era un lugar de paso obligado en los caminos de Pablo hacia occidente por donde pasaba la vía Egnatia. Esta importante ruta fue construida por Roma alrededor del 146 a. C, para comunicar las ciudades romanas del Adriático hasta Bizancio, cubriendo alrededor de 1120 km. Por esta vía se pasaba por ciudades tan paulinas como Filipos, Tesalónica, Berea, Pella, etc, así como la ciudad de Anfípolis, por la que pasa según Hc 17,1. Llega a esta ciudad después de abandonar Filipos, sería aproximadamente entre finales del año 49 y la primavera del año 50 d. C.  Parece que no había sinagogas en esta ciudad, ni en Apolonia, por lo que debió seguir camino hasta Tesalónica.
Era una ciudad importante en la antigua Macedonia, situada cerca de la desembocadura del río Estrimón, que casi la rodeaba, de ahí su nombre. Fue fundada en el siglo V a. C por Atenas. Cuenta Tucídides que será un lugar significado en la guerra del Peloponeso, un lugar disputado por Atenas y Esparta. Cuando es conquistada por el rey espartano Brasidas, lo que supuso una importante derrota para Atenas. Tucídides que no pudo impedirla, fue condenado al exilio, y allí nos legó a la posteridad su magna obra, Historia de la Guerra del Peloponeso. En una nueva expedición ateniense al mando de Cleón, que fracasa de nuevo, aunque muere junto al rey Brasidas en la batalla bajo los muros de la ciudad. Anfípolis, conservó así su independencia, que mantuvo hasta el reinado de Filipo II, a pesar de las nuevas tentativas atenienses, debidas principalmente al gobierno de Calístrato.

No sólo fue importante la participación de Tucídides en la batalla de Anfípolis, sino del ilustre Sócrates. En ella destacó por su coraje, al salvar la vida del Alcibíades, así lo cuenta Platón en el Banquete.
Filipo II la conquistará, aunque no pasará inmediatamente a formar parte del reino Macedónico, conservando una cierta autonomía institucional. Cercana al monte Pangeo, lugar donde el rey macedonio se abastecía de oro para pagar sus campañas militares. Bajo el reinado de Alejandro Magno, fue una importante base naval, donde salieron varios de sus célebres almirantes. Cuenta la peregrina berciana Egeria, que cuando caminaba por la calzada que llevó a Pablo a Tesalónica, divisó en la ciudad la imponente estatua del León que Laomedón, almirante de Alejandro Magno, mandó erigir como monumento funerario. Continuaba su relato Egeria, que disfrutó de bella ciudad y de las vistas del río Estrimón.

Hace dos años, un equipo de arqueólogos ha encontrado en la ciudad, un recinto circular que encierra un gran túmulo, en el que se cree que yacen los restos de Roxana, esposa de Alejandro Magno, y su hijo de 12 años. Según la leyenda, habían sido condenados al ostracismo después de la muerte de Alejandro. Allí, Alejandro IV, de doce años de edad, y su madre Roxana fueron asesinados. La tradición dice que las dos víctimas fueron enterradas en Anfípolis, pero no hay evidencias hasta ahora que lo prueben, a pesar de las excavaciones.
En el 168 a C. fue conquistada por los romanos en la batalla de Pidna, convirtiéndola en una ciudad libre, siendo una de las cuatro capitales en las que dividieron el reino de Macedonia.
No se sabe mucho de los primeros cristianos de la ciudad, parece que fue un obispado sufragáneo de la ciudad de  Tesalónica.  Pero sí hay restos de importantes Basílicas de los siglos V y VI d C., adornadas con ricos pavimentos de mosaicos y una cuidada escultura arquitectónica con capitel con prótomes de carnero, así como una iglesia de planta central, hexagonal, que recuerda la de la San Vital de Rávena.




 

domingo, 4 de mayo de 2014

La mirada de Ulises: Simone Weil y Pablo de Tarso



Hace tiempo que no escribo en el blog, no sólo ha sido falta de tiempo, a veces no nos salen las palabras, nos vemos en una encrucijada de caminos desde el pensamiento y nos sentimos perdidos. Es cierto, te pones a escribir y te salen las palabras de un tirón, pero los maratones no dan tiempo para detenernos y elogiar momentos de lentitud.
Todo se mueve a gran velocidad, contamos nuestra existencia por la eficacia y no dedicamos tiempo a lo que nos llena, a lo que en apariencia no sirve para nada. Como por ejemplo contar algo sobre el mundo, nuestro ser, Pablo, Jesús, nuestra fe. Vamos deprisa, tantas clases, ahora a leer, a catequesis, reuniones, convivencias, de nuevo a clases, corregir exámenes, preparar presentaciones, hacer resúmenes, escribir la revista, artículos, etc. El cuerpo como la mente, nos recuerdan constantemente que el ritmo de la vida gira vertiginoso, descontrolado.  Necesito estos momentos para hablar de Pablo, del sentido de nuestra fe, del sentido de nuestro ser. Cuando queremos elogiar la lentitud en un mundo que no te deja pensar, sentir, respirar, se puede resumir en una palabra: equilibrio. La maravillosa sensación de pensar tomando un café, de plasmar lo pensado e investigado en un papel, en un blog.
Esa maravillosa indiferencia del instante, es un elogio del ocio, de la lectura lenta, de la investigación con sentido, de pasear por las calles, de buscar lo esencial. Al acercarme al lomo de los libros, del teclado de mi ordenador, escucho susurros en voz baja. A veces incluso releo libros ya conocidos y me emociona de nuevo esa historia, ese relato que habla de mujeres y hombres, de la vida, de lo esencial de la existencia y necesito escribir. No me apetece ir con los tiempos, quiero parar el mundo y pensar, escribir y volver a pensar, el pensamiento como plegaria, nadando a contracorriente, cultivar el espíritu, peregrinar por el alma, profundizar en el aroma de lo sagrado y disfrutar de una buena soledad.
Pero no quería hablar de la lentitud, sino de Simone Weil, una mujer a la espera de Dios. Albert Camus pensaba que la construcción del pensamiento europeo y el germen de la nueva Europa,  sería impensable sin Simone Weil. Primero, unas palabras sobre esta mujer. Nace en París en el año 1909, educada en la enseñanza laica francesa y por voluntad de sus padres, en un alejamiento del mundo religioso, a pesar de ser judíos. Su hermano André, dotado de una capacidad para el estudio, al igual que Simone, se convertirá en uno de los más afamados matemáticos del siglo XX, con aportes a la geometría algebraica y a teoría de los números. En 1931, Simone Weil era ya catedrática de filosofía en el instituto de Le Puy. En los años de estudiante en la Normal, se afiliará a los sindicatos proletarios, aunque siendo profesora del instituto de Le Puy, llamaba la atención que repartiera la mitad de su sueldo con pobres y parados, a la vez que participaba en las luchas y reivindicaciones sindicales con los obreros. Aunque su verdadera experiencia de lo que era un obrero, la experimentará en 1935, cuando ingrese como peón fresador en la fábrica de coches Renault, abandonando momentáneamente su puesto de profesora. Confesaba después de su experiencia que allí experimentó el sello de la esclavitud, que no la abandonaría nunca, considerándose siempre como una esclava.
Como muchos jóvenes idealistas, en el año 1936 se afilia en las Brigadas Internacionales y participa en la Guerra Civil española, viendo en ella un preludio del fascismo que como una sombra había oscurecido Europa. En Barcelona se integra en las milicias de la CNT, pero quedará horrorizada por los asaltos a iglesias y los fusilamientos de clérigos, le recuerdan las matanzas de obreros por Stalin en los procesos de Moscú. No puede entender ese desorden, cuando sus camaradas deberían luchar por la eliminación de la barbarie y de la violencia. Llega a la conclusión de que todo ser humano, explotador o explotado, está sometido por igual a una necesidad brutal que se manifiesta en la forma de la repetición del mal. Su breve experiencia de la Guerra Civil Española significó un punto de inflexión en sus futuras reflexiones, en las que despuntan cuestiones metafísicas y religiosas, que darán paso a lo que se ha denominado la “fase religiosa” de su pensamiento: la lucha contra la injusticia, contra la repetición del mal, ésta no puede ser sostenida exclusivamente en acciones inspiradas en conceptos políticos. Pronto será evacuada a París, al quemarse una pierna con aceite hirviendo de una sartén, posiblemente vio que no había bando justo o injusto en las guerras, todas son injustas. Cada ser humano utiliza el poder contra el otro y sufre bajo el poder del otro y en la lucha por el poder todos los seres humanos se parecen entre sí y son cómplices.
Seguimos para este pequeño apunto biográfico la introducción a  “La gravedad y la gracia”, Simone Weil. Traducción, introducción y notas de Carlos Ortega. Publicado por Editorial Trotta. (Colección Estructuras y Procesos, serie religión, Madrid, 3ª ed. 2001). Para el pensamiento político de Simone Weil, seguimos Adela Muñoz Fernández, “Política y religión en la obra tardía de Simone Weil” en Reyes Mate, Nuevas Teologías Políticas. Pablo de Tarso en la construcción de Occidente. Barcelona, Anthropos Editorial, 2006.
Al año siguiente, en la primavera de 1937, viaja a Italia y en Asís tiene una experiencia religiosa profunda, su biógrafos la califican de mística. Experiencia que también tendrá al año siguiente en 1938, viviendo la semana Santa en la abadía benedictina de Solesmes, experimenta un giro en los asuntos de su vida y la materia de su obra, algunos hablan desde aquí de “conversión”, llegando a decir “el pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez para siempre”. La lectura de un poema de G Herbert desencadena lo que ella llama “un contacto real”: “el propio Cristo bajó y me tomó”. Y meses después afirma: “…, en un momento de tremendo dolor físico, y mientras me esforzaba por amar… sentí… una presencia más personal, cierta y real que la de un ser humano” (“Autobiografía”). Tuvo relación con el fraile dominico Joseph-Marie Perrin y con el Padre Couturier, sacerdote presentado por Jacques Maritain. Acude asiduamente a ceremonias religiosas y leerá autores místicos, con lo que empieza armonizar la cultura clásica con el cristianismo. Se resistirá al bautismo, es una actitud intelectual y por un exceso de materialidad y riqueza que veía en la Iglesia. Toda su vida anduvo buscando ese momento del encuentro entre la perfección divina y la desgracia de los hombres. Todo conocimiento de la verdad pasa por la experiencia de la desgracia, cualquier acercamiento al misterio del Bien y de la Belleza deberá contemplar el no perderle la cara al sufrimiento y a la desgracia allí donde acaezcan.
En un mundo en guerras, donde el hombre había perdido todo el sentido, la vida no valía nada, ahí estaban los campos de concentración o las matanzas obreras en el mundo stalinista, Simone Weil descubre el concepto de la Gracia. Posiblemente el universalismo de Pablo influyó en esta idea, también el universalismo estoico, incluso la idea del bien escrita en lo más profundo de nuestra alma de Platón. Como no olvidar ese himno del amor de Pablo, es un amor sin límites, un amor que no es de este mundo, pero que llena y da sentido al mundo. El amor es la imagen de Dios que da a su Hijo para la salvación de todos los hombres, sin mérito (Rom 5,6). Es un amor Universal, sin barrera, sin categorías de raza, sexo (Gal 3, 28). El amor al prójimo es la plenitud de la ley y el compendio de toda vida moral (Gal 5, 14; Rom 13,9). El amor al prójimo es imitar el amor de Dios. Es importante no perder de vista el amor de Dios que nos trasmite Pablo. Éste es el principio de la llamada al amor de Pablo: ha descubierto que el amor concreto, vivido por Jesús, se abre como fuerza unificadora hacia todos los humanos. Esta es su experiencia radical. Eso era entendido y vivido por los otros cristianos de todo el mediterráneo. Pero sólo Pablo pudo formular este principio de universalidad en el amor de una manera teórica y práctica, desarrollando una teología e impulsando un movimiento eclesial que vincula ya todos los humanos.
A partir de aquí seguimos el artículo de Adela Muñoz, aunque introduciremos algún elemento de la obra de Simone Weil, “La gravedad y la gracia”.  El Universo se ha regido por dos fuerzas, la necesidad (gravedad)  y la gracia (la luz) y ambas fuerzas son excluyentes. En cuanto a la necesidad, es seguir ciegamente la «ley natural». La filósofa describe esta ley a través de dos características: a) la expansión del poder y b) la propagación del dolor. En la medida en que el ser humano actúa motivado por estas dos características que definen la ley natural, está actuando inspirado por la necesidad. Esta ley natural se nos presenta primeramente como una lucha constante por el poder. Cuando nos guiamos por la necesidad, es natural que el fuerte someta al débil, donde falta la gracia, el equilibrio, no hay posibilidad alguna para la justicia, sólo para la ley del más fuerte. Es la justicia de los vencedores. Se puede resumir la acción inspirada en la necesidad como la obsesión por dominar al otro. Y la forma más brutal de dominar al otro consiste en hacer que sufra en mi lugar, es decir, en transferirle mi propio dolor. El otro debe cargar ahora con mi sufrimiento pasado. Esto nos lleva a la desacralización del otro, puesto que nada significa, puede transferirle todo el dolor sin remordimientos. Desde el momento que decidimos que la vida del otro no vale nada, quitársela es lo más natural del mundo. Esto es tan automático, tan natural, que sólo una fuerza sobrenatural podía impedirlo, aquí entra en escena la gracia.
La ley natural es lo que se impone, es raro acciones de generosidad y compasión. Pero la gracia impide imponer la ley natural, el poder sobre el otro y transferir el dolor. La diferencia esencial radica en la distinta percepción del otro. Quien actúa motivado por la necesidad percibe en el otro solamente o bien un competidor o bien una presa, en ambos casos ve a alguien a quien no considera digno de respeto. Quien actúa motivado por la gracia, por el contrario, percibe en el otro un ser digno de respeto y atención. 

Para Simone Weil, glosando en esto un versículo de san Pablo (Filp 2,7), Dios se vacía en la creación, y dota a sus criaturas de una falsa divinidad de la que éstas a su vez habrían de vaciarse para que la creación tuviera por fin cumplimiento. En la estela de ese movimiento que describen el abandono y la restitución, la única forma de relacionarse justamente con Dios es «actuar como esclavo, mientras que se contempla con amor...». Sólo manteniéndonos en el vacío, en el desequilibrio natural, es posible que lo imposible suceda. Un equilibrio de orden superior, sobrenatural, colma de luz el vacío, ese orden es la gracia. Así el vacío es un estado del alma, donde puede penetrar la luz sobrenatural, la luz que colma el vacío, esa es la gracia. Así, Simone Weil, nos inicia en una mística del vacío para llegar a la gracia. Simone Weil trata de expresar con palabras de san Pablo uno de los conceptos claves de su pensamiento: la creación es simultáneamente un acto de generosidad y de negación o renuncia. Por ello propone también en el ser humano, actos de vaciamiento, ya que amar la verdad es soportar el vacío, para que lo sobrenatural pueda colmar ese espacio.
Pero, la gracia es caracterizada como algo excepcional, pero la posibilidad de actuar inspirándose en ella está al alcance de todos, esto es, no tiene absolutamente nada de excepcional. Insiste en que, puesto que la aspiración al bien está presente en todo ser humano «sin ninguna excepción», todo individuo está capacitado para actuar inspirado por la gracia. Para solucionar la paradoja, entre la ley natural y la gracia, propone educar a los niños en la gracia, o lo que es lo mismo, en la «atención hacia el otro». Solamente actuando inspirado por la gracia puede impedirse la brutalidad, por ello éste es “el único principio de justicia en el alma humana”.
Desde esta experiencia religiosa y metafísica, podemos dar un salto a lo político, esa inspiración que tanto llamó la atención al pensador A. Camus, y que vemos también en otros grandes pensadores del siglo XX. Un gobierno justo sería aquél, afirma Simone Weil, en el que estuvieran integrados tanto el más fuerte como el más débil, tanto el vencedor como el vencido. Donde no hay fuerzas equilibradas, no hay posibilidad alguna de justicia. Todo ser humano es intermediario entre el más débil y el Bien Absoluto, por lo tanto, el yo no es originalmente un sujeto de derechos, sino un sujeto de obligaciones hacia el otro. El concepto de “sujeto” surgido de la modernidad europea ha contribuido a concebimos primeramente como un sujeto «receptor de derechos» y solamente en un segundo plano como un sujeto «responsable de tener obligaciones hacia el otro». La perspectiva aquí es muy diferente, al afirmar que el ser humano es primeramente un sujeto de obligaciones, como opina la filósofa, estamos de hecho afirmando que «soy yo quien le debe al otro» sus derechos; resulta una acción desde mí hacia el otro. Esto es un giro copernicano, tal como hoy entendemos los derechos, sobre todo los sociales. Para un gobierno es más cómodo reconocer los derechos, trabajo, vivienda, que no la obligación de estos derechos. El gobierno declina la responsabilidad de la pobreza de grandes capas de la población. Simone Weil, nos ha dado una pista muy importante en el concepto de justicia y derechos humanos.
Quisiera acabar con el propio pensamiento de Simone Weil,  que nos llama a una tarea pendiente y urgente que es llevar a cabo una crítica del concepto mismo de Derecho y promover el concepto de «obligaciones universales». Tener obligaciones hacia el otro significa atender a sus «necesidades vitales», sin las cuales su vida física y espiritual correría un grave riesgo. La primera Declaración de las Obligaciones Universales del Ser Humano data de 1997 , aparecen casi 50 años después y recogen esta advertencia de nuestra autora y concluye que una sociedad democrática debe atender por igual tanto a los derechos, como a sus obligaciones.