¿En quién ponemos nuestro corazón?
“No acumuléis riquezas en
la tierra, donde la polilla y la carcoma las echan a perder y donde los
ladrones abren boquetes y roban” (Mt 6, 19).
“Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón” (Mt 6, 21).
«Vivimos en un mundo, en una cultura donde reina el fetichismo del dinero»
(Francisco,
24 de mayo 2013, Discurso a los participantes de la plenaria del
Consejo Pontificio de los Emigrantes e Itinerantes).
Esa es la
pregunta que nos plantea Jesús, ¿a quién servimos a Dios o al dinero?
¿Puede reinar Dios en una realidad de extrema pobreza en un mundo rico?
No se pretende criticar al que tiene cosas o riquezas,
lo que se plantea es el peligro que la riqueza poseída, posea a su poseedor.
Jesús critica esa realidad de acaparar y poseer más de lo necesario,
vivir sin preocuparse de todos aquellos que nada tienen. La riqueza, nos
recordaba Juan Crisóstomo
nos daña, no porque oscurezca nuestra inteligencia, sino porque nos
separa de Dios.
En nuestra
sociedad del consumo se viven los valores con un cierto desconcierto,
esto nos lleva a idolatrar ciertas cosas que parecen que nos dan la
felicidad más inmediata, como el dinero o las riquezas,
sobre todo en momentos de crisis. En dinero es un valor que nos ayuda a
sobrevivir, un medio para conseguir el vestido, el alimento, la casa, la
educación y por lo tanto es un bien querido por Dios. El problema está
cuando orientamos toda nuestra vida y existencia
en la acumulación y conservación de la riqueza, sobre todo ante tanta
pobreza y necesidad. Además, en nuestro mundo mucha de esas riquezas
acumuladas, existen es a consta de la pobreza de muchos, por lo tanto es
una injusticia y un ídolo que atenta contra
Dios y contra el propio ser humano.
Parece que el
hombre ha perdido su centro, una minoría de empresas y
empresarios son los que dirigen el mundo, mientras que el hambre sigue
destruyendo a millones de personas indefensas. La historia del
capitalismo, nos ha demostrado, que tiene su propia dinámica
y siempre nos lleva a procesos de acumulación de capital que se
concentra cada vez en menos personas. Hay una relación inseparable entre
el capital y la desigualdad,
su desarrollo desbocado y desigual desemboca en desigualdades
económicas, sociales y culturales cada día más agresivas y brutales.
El capital,
la riqueza, ejerce sobre el ser humano una misteriosa atracción. Su
seducción se puede considerar casi religiosa (Marx), donde solo nos
desvela la realidad desde el punto de vista que suministra
el afán por la ganancia y la acumulación. A todo esto debemos sumar el
clima de indiferencia, una grieta del alma cada vez más honda y fría.
Parece que
el bienestar no nos deja escuchar los gritos desgarradores de los más necesitados,
hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna (Francisco). La
“idolatría del dinero”, acaba enterrando la verdadera alma de la
economía, que acaba
siendo una pura ideología, ganar más en menos tiempo y con el menor
coste monetario posible es lo que se impone, aunque existan costes
sociales desgarradores. La economía ha acampado en medio de los
Big data, convirtiendo en un fin lo que simplemente es un
medio, dando la espalda a los que más sufren. El imperio del Dinero que
domina hoy el mundo busca a toda costa ocultar el sufrimiento que
genera, dejando en silencio los gritos de las víctimas.
¿A quién le importa que el nivel de vida en África sea hoy menor que
hace quince años? ¿Le importa a alguien que los que huyen de las guerras
y llaman a la puerta de los ricos pidiendo asilo y justicia? ¿Nos
preocupamos que miles de niños se tengan que prostituir
en muchos continentes para poder comer cada día? ¿A quién le importa los
catorce o quince millones de niños que mueren al año de hambre?
¿Debemos aceptar como lógico y normal un sistema económico, que para
lograr el bienestar de unos pocos, que hunde en la
miseria, la pobreza y el olvido a tantas personas?
Jesús vincula a Dios con la vida y la felicidad
de las personas, no con el culto o el sábado. Subraya la
reconciliación, no las ofrendas al altar; la acogida a los pecadores y
necesitados,
no los ritos de expiación. Jesús asocia a Dios no con los poderosos,
sino con los pobres y marginados. Su reino es para los que están fuera
de la ciudadanía de romana, los explotados, los marginados, los enfermos
y excluidos por razones sociales o religiosas.
O Dios o el Dinero. No se puede servir a dos amos. Dios
no puede reinar entre nosotros si no es haciendo justicia con los que
nadie la hace, con los que están olvidados y olvidamos.
Puede que
algo falle en nuestra vida cristiana si no nos sentimos interpelados por
el mensaje de Jesús, un espíritu pobre es el que intenta compartir lo
que tiene y lo que es con aquellos que lo necesitan
o carecen de lo indispensable. La solidaridad es la
actitud básica para hacer un mundo más justo y habitable en una sociedad
globalizadora que esconde y olvida a tantos. La solidaridad
no como simple asistencia a los más pobres, sino como planteamiento global a todo el sistema injusto
en el que estamos inmersos, buscando caminos para mejorar, reformar y
defender los derechos más básicos del ser humano. Para
hacer de la solidaridad una cultura globalizada, debemos aprender a
mirar el mundo con “ojos abiertos”, desde los que viven y mueren de
forma injusta en las guerras, desde el hambre, la miseria y la
violencia. Debemos aprender a mirar desde los ojos de Jesús,
donde los últimos, los más pobres y necesitados son siempre los
primeros.