Juan Antonio Mateos Pérez
Realmente
esta mujer no tiene nombre, en los evangelios sinópticos es simplemente
la mujer de Betania que ungió a Jesús. Cuántas mujeres sin nombre,
cuántas mujeres que acogen la palabra, la guardan en su corazón y se
entregan a los más necesitados de lejos o de cerca y dan testimonio de
misericordia.
Esta
mujer de Betania, sale de la oscuridad y se vuelve para seguir a Jesús y
se atreve a ungirle en casa de Simón el leproso, en el evangelio de
Juan se
convierte en María. Es una escena que tiene lugar seis días antes de la
Pascua, unge a Jesús con la fragancia de un buen perfume de aceite de
nardo en una jarra de alabastro. ¿No era un derroche? ¿No era mejor
repartirlo entre los pobres? Se preguntaban los discípulos. Pero como un
acto amor y misericordia su acción estaba adelantando lo que Jesús
venía anunciando, una muerte en cruz como un maldito. Comenta Jesús a
sus amigos cercanos, a los pobres los tendréis siempre vosotros, esta
mujer se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura.
Los que
cuelgan de un madero no tienen honor, son malditos, fue el precio de su
amor y su misericordia, de vivir lo que anunciaba, de su disidencia.
Nadie apuesta en este mundo por los vencidos, tal vez sólo las propias
víctimas, como muchas mujeres oscurecidas, ninguneadas y apartadas. El
trabajo de las mujeres ha sido siempre en muchas sociedades anónimo y
escondido, no fue menos en época de Jesús, pero él quería enfrentarse
también a esa injusticia. Ni los discípulos fueron capaces de ver la
realidad, sólo una mujer anónima tomará la iniciativa de forma profética
y pudo administrarle la unción, la extremaunción. Esa mujer creativa,
generosa, representa la misericordia y el amor en la entrega, se da a sí
misma.
Ahora
siguen existiendo muchas mujeres anónimas, muchas mujeres silenciadas y
dedicadas a tiempo completo a sus hijos, marido, padres, nietos en la
necesidad, el dolor, la vejez, las enfermedades crónicas, las
dificultades económicas. Muchas Marías de Betania, de Nueva York,
Madrid, Roma.
Mary vive
en Nueva York, dejó su trabajo para dedicarse a tiempo completo a su
marido enfermo de Parkinson, ahora está agotada. No recibe ninguna
ayuda, ni de instituciones, ni de familiares cercanos. A pesar de todo,
sigue derramando el perfume de su amor y generosidad cuando acaricia y
acuesta a su marido.
En Madrid
encontramos a otra María, tiene 50 años, ha renunciado a una vida de
familia al servicio de sus padres y hermanos. El padre enfermo de
alzheimer y la madre en una silla de ruedas por una cadera fracturada.
Está agotada, pero su sonrisa no se descuelga de su rostro como un gran
frasco del mejor perfume derramado.
Marie
vive en París, tiene 60 años, siempre pendiente de su hija de 35 con
esclerosis múltiple avanzada. Alguna vez con depresión y ansiedad, pero
tiene una entrega sin límites, lleva la silla de ruedas, la baña con
mucho cariño y ahora recibe la ayuda de su otra hija. Lo que le hace más
llevadero esos momentos difíciles que se ven superados con una gran
amor y con una preparación cada vez más eficaz.
Mariam
está en un campo de refugiados fuera de Siria, vive en la misma tienda
que sus hijos y nietos, viendo como sus nietos dejan la infancia entre
las lonas del campo, entre el barro y sin agua cercana. Ya ha sufrido
demasiado su casa había sido bombardeada y estaba en ruinas, ahora
quiere para sus nietos y sus hijos un futuro mejor. Desarrolla cada día
el perfume de la paciencia y una gran sonrisa en la soledad del campo.
Esta
entrega de muchas mujeres anónimas, ha provocado que muchas de ellas
sean condenadas al aislamiento, al sufrimiento, incluso a la muerte. Son
ellas, muchas desconocidas, las que sacan proyectos sociales y
sostienen a las familias en África, Asia y Latinoamérica. A veces, estas
mujeres van más allá del cuidado, en un compromiso de resistencia a la
opresión en favor de la dignidad humana. Hoy, como ayer, muchas mujeres
derrochan su perfume de la generosidad y de la misericordia, en la
enfermedad, en la muerte. Como María de Betania existe otro modo de
escuchar la palabra, tiene más que ver con las entrañas que con el oído,
ellas captan matices que van más allá del amor, apuntando al centro de
la misericordia.
Mientras crece la noche, cada día
prende el Amor su llama
en tu candil de aceite desvelado,
siempre igual y creciente.
El pan de tus moliendas se cuece, cada día,
bajo el fuego tranquilo de tus ojos,
mientras crece también la madrugada.
La fuente de la plaza te entrega, cada día, su limosna
mientras le crece el corazón al mundo.
(Pedro Casaldáliga, Mujer de cada día)