Juan Antonio Mateos Pérez
Cuando llegaron al lugar llamado
Calvario, lo crucificaron allí, y a los dos malhechores, uno a la derecha y
otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónales porque no saben lo
que hacen” (Lc. 23, 33 – 34)
La Cuaresma es un tiempo oportuno, un tiempo
de conversión y reflexión interior, colocar a Dios en el centro de la
existencia humana, y desde esa realidad, actuar en la vida. Es necesario
atravesar este desierto de la conversión interior, ya que el mal está ahí, en
el propio corazón del individuo, en la mundanidad de la existencia o en el
devenir de lo cotidiano. El creyente quiere remontar ese abismo que el mal
realiza en su existencia que le separa de Dios y que sólo el amor puede colmar.
Cuando el
mal toma la delantera, la ceguera del espíritu no permite ver lo esencial, el amor del Padre, se subraya
lo superficial de ciertas actitudes y niega la mano al prójimo, sobre todo los
más necesitados de la periferia del mundo. En el camino de Samaría a Jerusalén
muchos dan un rodeo y no ven al hombre tendido en la cuneta de la vida. De ahí
que la Cuaresma sea un momento oportuno para experimentar la misericordia de
Dios a través del Sacramento del Perdón o mejor de la Gracia, encontrarse con
un Padre que lo espera y lo acoge en sus brazos.
En este año, inmersos en el año de la
Misericordia, el perdón ocupa un lugar destacado, así lo indica Francisco en la
Bula de convocatoria del Jubileo, cuyo lema es “Misericordiosos como el Padre”. La soberanía de Dios no sólo se
manifiesta en su amor y misericordia, también en el perdón y la absolución.
Sólo puede perdonar y absolver quien se encuentra por encima de la justicia,
pudiendo indultar al otro del castigo justo y conceder la posibilidad y la
alegría de comenzar de nuevo. Sólo Dios puede perdonar, ya forma parte de su
esencia misericordiosa y amorosa hacia el ser humano: «Porque tú, Dueño mío, eres bueno y perdonas,
eres misericordioso con los que te invocan» (Sal 86,5). En su misericordia
Dios se revela
como totalmente Otro, pero también como lo más cercano, más cercano que uno mismo como
recordaba San Agustín.
El perdón de las ofensas y al hermano es un imperativo que deviene del amor
misericordioso del Padre, el corazón que se abre a ese amor se
transforma, da un vuelco a su existencia y puede mirar a los otros sin
violencia, resentimiento y rencor. El perdonar para el seguidor de Jesús se
vuelve radical, ya que hay que perdonar incluso a los enemigos, el amor a Dios y al prójimo son inseparables. El Sermón de la montaña,
momento álgido de la misericordia de Dios, Jesús exige el amor a los enemigos:
“Amad a vuestros enemigos y orad
por quienes os persiguen…, así seréis como vuestro padre del cielo”, añade que no debemos perdonar una
vez, sino siete veces sietes, incluso setenta veces siete.
Con ese amor misericordioso Dios no minimiza el pecado y la
responsabilidad del hombre, se toma en serio nuestros actos buenos o
malos, pero a través de nuestras debilidades podemos descubrir que Él nos ama tal como somos. El perdón a los otros no es
fácil y requiere un largo camino, hace falta tiempo, ya que todo perdón al prójimo, incluso a
los enemigos, deriva del
amor y perdón de Dios y lo va realizando de manera progresiva en
nuestro corazón.
No, el perdón del seguidor de Jesús, no
depende de la sensibilidad humana, es un acto de fe. La gracia y el amor de Dios va
creciendo en el corazón del hombre, al sumergirse en el amor de Dios, se
da cuenta que él también es pecador. Desde este descubrimiento puede poner su perdón en el perdón de Dios, abriendo un camino a su propio
perdón, expandiéndose por gracia de la misericordia. En este el momento de la
realidad del perdón y del amor de Dios, el creyente puede acudir al Sacramento
de la Gracia, en que recibe la liberación. Su fe le ha llevado al perdón desde
los comienzos difíciles del mal y el pecado hasta su liberación que será un
momento de paz. En el agradecimiento culmina la liberación, ahora puede ver al
prójimo de otra manera, no de forma parcial, sino con los ojos y la luz de
Dios. Lo que me separaba del prójimo era la ausencia de fe, al poner el perdón
personal en el perdón de Dios, se disipan los sentimientos de rencor, violencia
o resentimiento, que tal vez no desaparezcan, pero ya no dominan al individuo y
su existencia.
Como hemos comentado, si te piden perdón,
perdonar siete veces siete, siempre. Pero, tal vez no te pidan perdón. Así, perdonar al otro es más doloroso y difícil, eso llevará más tiempo, pero no
se deberá detener el proceso del perdón, al final se llega a la paz desde la fe
en Dios. Hay personas que ante un mal inmenso e insondable, las víctimas
no consiguen perdonar debido a la fuerte herida, que provoca dolor. Pero,
muchas de estas personas tienen un
perdón en germen, en no poder perdonar, ya hay un deseo de perdón. No poder
perdonar es muy diferente de no querer perdonar, en ese no poder hay un germen
de perdón, en él ya puede comenzar el proceso, que puede liberar
progresivamente y que la gracia de Dios lo desarrollará a su tiempo y en
su momento.
El perdonar no es olvidar, no se pueden olvidar ciertas
cosas demasiado graves y dolorosas, cicatrices no cerradas del todo. No se
puede olvidar algo que forma parte de nosotros mismos, de nuestra biografía
social y personal, esto no
quiere decir que no se haya producido el perdón. Dios está ahí en nuestro
perdón, que incorporamos a nuestro ser. Así cuando el pasado regrese a nuestro
corazón, es el momento de recordar el perdón y el amor de Dios, que es el que
me libera y me da paz. Paul Dominique Marcovits, en su obra sobre el perdón
cita a Sören Kierkegaard: “Para
olvidar el pasado, acuérdate del perdón”.
El perdón a los enemigos, desde el punto de vista humano,
es una de las exigencias más difíciles de Jesús, pero forma parte del
mandamiento del amor, enraizado en
la esencia más íntima del misterio cristiano, es la quintaesencia de la
virtud, el novum del ser cristiano. Muchos
afirmarán como alguno de los grandes pensadores contemporáneos, que el amor a
los enemigos pertenece al credo del absurdo, ¿Adónde iríamos a parar si
renunciáramos a la violencia y apostáramos por el perdón?…, pero la pregunta es otra después de las experiencia
insondables de violencia del siglo XX, “¿Adónde iríamos a parar si no existiera el
perdón y la absolución, si de cada injusticia de la que somos víctimas nos
desquitáramos con una nueva injusticia? La misericordia y el perdón aunque sean a
veces actos sobrehumanos, también son actos racionales, tender la mano por
encima de los conflictos y las trincheras hacen posible el fin de la espiral de
violencia y el camino para la solución de los grandes coflictos.